La MMM en Capire: La naturaleza no es una mercancía: una agenda de luchas feministas

El artículo de Natalia Lobo, de la Marcha Mundial de las Mujeres, hace una crítica a las estrategias corporativas de financiarización de la naturaleza

Por Natália Lobo

En todo el mundo, estamos viviendo una crisis del modelo de desarrollo capitalista. Su dimensión ambiental tiene un gran potencial destructivo para la reproducción de la vida en la Tierra, amenazando principalmente a las mujeres y a las poblaciones más vulnerables.

Este modelo está basado en megaproyectos que destruyen la naturaleza, como la minería, el agronegocio, la venta ilegal de madera y los monocultivos para la producción de energía (caña de azúcar y soja, entre otros), que amenazan a las personas que viven en los territorios que son explotados, ya sea en el campo o en las ciudades. Afectan principalmente a la población afro y a los pueblos y comunidades tradicionales, que sienten los efectos de la destrucción de sus territorios y la contaminación del agua y el aire y son expulsados de sus tierras en una dinámica a la que llamamos racismo ambiental.

La crisis climática, a pesar de ser una realidad urgente, suele ser considerada como el único problema ambiental al que nos enfrentamos, en detrimento de otros, como la pérdida de biodiversidad. Esa mirada reduccionista favorece que se planteen respuestas muy simplistas al problema, como el comercio de créditos de carbono, en el que los que contaminan pagan para, en teoría, compensar la emisión de gases de efecto invernadero generados por sus actividades. A esto llamamos falsa solución: además de crear otros problemas y profundizar las desigualdades sociales, los mecanismos de compensación no se ocupan de la cuestión principal, que es la necesidad de cambiar los modos de producción, circulación y consumo.

Los créditos de carbono se apoyan en los bosques (encargados de absorber el carbono de la atmósfera, actuando como sumideros), y el control de esos bosques implica la vigilancia y el desalojo de las comunidades de sus territorios. Además, cada vez más ámbitos de la naturaleza –la propia tierra, por ejemplo– se consideran sumideros que absorben carbono, lo que aumenta la disputa de las corporaciones por esos lugares, que se vuelven imprescindibles para que su modelo de negocio siga funcionando.

Bajo la excusa de solucionar la crisis climática, también se ponen en marcha varios megaproyectos que destruyen la naturaleza, como las explotaciones mineras y de tierras raras que está avanzando en todo el mundo, justificándose en la necesidad de producir placas y baterías para generar y almacenar energía renovable.

Crisis energética y fortalecimiento del colonialismo

El caso de la industria energética también pone de manifiesto el grado de hipocresía del poder corporativo. Ante los obstáculos que la Unión Europea encuentra para obtener petróleo en el contexto de la guerra de Ucrania, las empresas ampliaron la exploración de petróleo y gas en el norte de África y Oriente Medio. Así, en lugar de apostar por la diversificación de la matriz energética y la producción de energías renovables –dando peso a la transición energética–, optaron por profundizar la explotación de los combustibles fósiles no renovables y fortalecer la relación colonialista de los países de Europa con los de esas regiones.

Ello demuestra que la decisión sobre en qué fuentes de energía hay que invertir se basa, para las empresas, más en el lucro fácil y el fortalecimiento del colonialismo que en la preocupación por el ambiente. A largo plazo, es posible que sí se produzca una “transición” en las formas de producción, ya que el agotamiento de los recursos es una realidad cada vez más cercana. Pero si permanece en manos del poder corporativo, no será jamás una transición justa.

Economía marrón y economía verde: dos caras del mismo poder corporativo

Vivimos un momento en el que se amplían tanto la explotación de las energías fósiles y la “economía marrón” como los proyectos «verdes» (energías renovables, por ejemplo). El poder corporativo apuesta por ambos para abastecer la creciente demanda de energía en el mundo y garantizar sus beneficios.

La economía marrón puede ser descrita como una forma de desarrollo económico que no tiene en cuenta sus impactos ambientales y que se basa en la extracción incesante de los recursos de la naturaleza para sus procesos de producción. La minería, el agronegocio, la deforestación y los megaproyectos que causan grandes impactos ambientales se enmarcan en este tipo de economía.

La economía verde se creó como un intento por parte de las corporaciones de construir su lado “verde”, cuando las críticas de los movimientos sociales a la economía marrón ganaban cada vez más fuerza en la sociedad. En la práctica, la economía verde no cuestiona los fundamentos de la economía capitalista –lo que realmente está en el centro de la destrucción de la naturaleza– e introduce más elementos de la naturaleza en el circuito de las mercancías. El carbono, el ciclo del agua y la polinización, por ejemplo, son procesos naturales que se convierten en mercancías. A partir de la creación de ese “capital natural” se han creado mecanismos para su comercialización, como el mercado del carbono.

En sus discursos, tanto las grandes corporaciones como los Estados afirman preocuparse por el medio ambiente. Pero en la práctica, vemos que casi no se adoptan ni se cumplen medidas efectivas para mitigar el cambio climático.

Por ejemplo, en la reunión Estocolmo +50, que tuvo lugar en junio de 2022 como preparación a la Cumbre del Clima (COP27), no se decidió nada realmente importante y eficaz: no se habló de ampliar las metas de los países ricos en la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero y tampoco se definió algo sobre un fondo, con la contribución de los países más ricos, para combatir y mitigar los desastres climáticos en los países del sur. A eso se añade el hecho de que, en la última COP, la mayor “delegación” presente en la conferencia fue la de la industria de petróleo y gas, con una representación más numerosa que la de cualquier país. Tales hechos simbolizan cómo los espacios “oficiales” de toma de decisiones sobre el tema son, sobre todo, cumbres de maquillaje verde y lila de las empresas y un espacio para hacer negocios.

Llamamos maquillaje verde a las acciones que realizan las empresas para que se presenten como sostenibles ante el público. Es habitual que las grandes empresas que tienen actividades con gran impacto ambiental hagan piezas publicitarias o campañas de “responsabilidad ambiental” en las que afirmarse preocuparse por la reducción del impacto de sus actividades. En realidad, esas acciones tienen un impacto ambiental nulo o poco positivo si se compara con la destrucción causada por esas mismas empresas.

El maquillaje lila, a su vez, consiste en acciones publicitarias destinadas a transmitir la idea de que la empresa practica la justicia de género. Van desde la promoción de cursos de formación profesional para mujeres hasta el uso de la imagen de mujeres que ocupan puestos de poder en las empresas. En la práctica, esas iniciativas no cambian la vida de las mujeres, que son el grupo social más afectado por los proyectos de esas empresas.

Corporaciones, mercantilización y financiarización de la naturaleza

La concentración de gases que provocan el aumento de la temperatura global ha empeorado mucho en los últimos años, a pesar de las numerosas cumbres y acuerdos mundiales sobre el cambio climático. Sostenemos que no habrá salida a la crisis climática mientras las empresas sigan teniendo tanto poder. Hasta ahora, las empresas y los Estados sólo han presentado respuestas de mercado al problema climático, basadas en mecanismos de compensación y en la fijación de precios a la naturaleza. Esas falsas soluciones se basan en la idea de que las personas sólo aprecian y se preocupan por lo que se paga.

Llamamos mercantilización de la naturaleza al proceso de transformación de partes de la naturaleza en mercancía, como la tierra, el agua y los bosques, que hasta entonces se consideraban bienes comunes. La financiarización de la naturaleza es el proceso de transformación de partes de la naturaleza en activos que pueden transarse en el mercado financiero, donde el interés de esos activos representa una fuente permanente de ingresos para quienes los poseen. La financiarización de la naturaleza se ha expandido en los últimos años, siguiendo el cambio en la lógica del capitalismo, que tiene a la búsqueda de rentas –la generación de ingresos que no provienen del proceso productivo sino de la especulación en el mercado financiero– como parte importante del proceso de acumulación de capital.

En la práctica, los multimillonarios siguen produciendo lo que quieren, comprando permisos para contaminar, y el problema sigue creciendo. Por otro lado, quienes históricamente han cuidado de la naturaleza –los pueblos y comunidades tradicionales, las y los pequeños agricultores de la agricultura familiar y la agroecología, las personas involucradas en el cuidado de la reproducción de la vida en sus comunidades– siempre lo han hecho luchando para que siga siendo un bien común, fuera del mercado y no sometido a su lógica.

La centralidad del territorio en la discusión ambiental

Por todo lo anterior, es fundamental poner en la agenda la centralidad de los territorios en la discusión ambiental y climática. Primeramente, porque es el lugar donde se sienten realmente los efectos tanto de los proyectos de destrucción como de los de compensación. En la Marcha Mundial de las Mujeres hemos observado que el avance de los megaproyectos, las iniciativas de compensación y la digitalización en todo el mundo no se producen de forma aleatoria: se materializan en el avance y la explotación concreta sobre tierras y territorios.

En segundo lugar, es importante poner en la agenda el tema de los territorios, porque es precisamente en ellos donde se están gestando los procesos de lucha y las respuestas concretas contra el poder de las empresas. Cuando las mujeres ponen su cuerpo para defender el territorio, en acciones para hacer frente a las empresas o negándose a trabajar en los campos donde sus maridos están fumigando con veneno, están confrontando el modelo corporativo a diario. También son las que mantienen una relación con la naturaleza desde lo común.

Lo común es un principio político anticapitalista que se refiere tanto a un conjunto de cosas que se gestionan de forma común como a la propia práctica de generar el reparto. Es decir, se trata al mismo tiempo de los bienes de uso común entre las personas y la propia acción de hacer esos bienes compartidos en esa comunidad. Muchos movimientos sociales contra el neoliberalismo y la globalización se han adherido a ese principio, que se expresa en la frase: «¡No hay común sin comunidad!». Desde el feminismo, afirmamos las prácticas colectivas de cuidado de las personas y la naturaleza como luchas políticas vinculadas a lo común.

Desde la Marcha Mundial de las Mujeres, sostenemos que los modos de producción y consumo deben responder a las necesidades reales de las personas, no del mercado. En este sentido, no es posible abordar el crecimiento económico como un valor en sí mismo, sin plantear las preguntas “¿producción para qué, cómo y para quién?”, que suele ir acompañada de la pregunta adicional “¿contra quién?”. También planteamos la importancia de planificar la escala (el tamaño y el diseño de los emprendimientos) y la centralización o descentralización de la producción, aspectos que la mayoría de las veces están estrechamente relacionados con los impactos que la producción tiene sobre las personas, sus territorios y formas de vida.

Planteamos la soberanía como condición innegociable para la producción alimentaria, energética y tecnológica. Cuando hablamos de soberanía, hablamos no sólo de la soberanía nacional y regional, sino de la soberanía popular y de los pueblos que se materializa, por ejemplo, en el derecho a la autodeterminación, a tener tierras para producir sus propios alimentos, a elegir cómo y qué producir y en el derecho de las personas a sus datos. La democracia es una dimensión fundamental y totalmente ineludible de esta soberanía y sólo es posible cuando la participación popular está en el centro. Por último, creemos que la construcción de soluciones reales a la crisis ambiental sólo será posible con menos poder corporativo y más poder en las esferas públicas y comunitarias.

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Natália Lobo es agroecóloga, militante de la Marcha Mundial de las Mujeres e integrante de la SOF Sempreviva Organização Feminista en Brasil. Este artículo es un fragmento del texto «En lucha contra la mercantilización y financiarización de la naturaleza: la crítica feminista y el caso del Vale do Ribeira», que será publicado por la SOF en portugués en noviembre de 2022.

Editado por Alessandra Oshiro y Helena Zelic
Traducido del portugués por Luiza Mançano