El bien común alude a los “bienes” específicos que son compartidos y beneficiosos para todos (o casi todos) los miembros de una comunidad dada, como los requerimientos básicos para una vida digna: comida, agua, tierra, vivienda, conocimiento y servicios públicos (educación, salud, energía, etc).
Servicios públicos como empresas privadas de lucro
Los servicios públicos – o sea, los servicios que responden a los derechos y necesidades básicas de la población como tener vivienda, gas y electricidad, saneamiento y tratamiento de residuos, educación y servicios de salud, transporte público, telecomunicaciones, agua potable – deberían, por definición, ser de calidad y estar al alcance de todos, sin diferencia de clase, casta, género o capacidad económica. Sin embargo, se han ido trasladando de la esfera pública (Estado) a la privada, lo que tiene como resultado que aquellos que no pueden pagar por el servicio, se ven impedidos de beneficiarse de ellos. Aún más, los servicios públicos están estructurados alrededor de un modelo urbano, lo que resulta en un mejor acceso para aquellos que viven en ciudades y un acceso, que es muy limitado para aquellos que viven en áreas rurales.
La privatización de esos servicios públicos alcanzó un pico en los años 80 – la era de Ronald Reagan en Estados Unidos, Margaret Tatcher en el Reino Unido, dictaduras militares en varios países de América Latina, etc. – una década en la cual el libre comercio y las políticas neoliberales fueron el centro y en la cual se confiaba en la competencia de mercado para regular la oferta y la demanda y los precios “justos”. Lo que una vez fue público, fue vendido al mejor postor y la responsabilidad del Estado de satisfacer los derechos y las necesidades básicas de sus ciudadanos se vio radicalmente reducida.
Las consecuencias han sido drásticas. El acceso a los servicios de educación y salud, por ejemplo, depende de los ingresos de las familias en varios países alrededor del mundo – tanto en el norte como en el sur – gracias a la imposición de políticas neoliberales o de Programas de Ajuste Estructural. El acceso a la energía también continúa siendo muy desigual; cerca del 75% de la población de África y 60% de la población del Sur de Asia no tiene acceso a la energía eléctrica, mientras que las facturas de gas y electricidad domiciliarias se vuelven prohibitivas en Europa – como resultado del precio fijado por el mercado y por una administración que privilegia el lucro por sobre los derechos – lo que ha aumentado considerablemente el riesgo de que la energía para los hogares se vuelva impagable para amplios segmentos de la sociedad. En varias partes del mundo, los pueblos continúan dependiendo de la leña para la cocina y calefacción: en Brasil, por ejemplo, cerca de 23 millones de personas usan leña para cocinar, siendo la mayoría de estos hogares del área rural.
Los servicios de agua ya no se organizan según el criterio basado en el “derecho al agua potable” o a la salud de la población, sino que por el contrario son comercializados por compañías transnacionales para las que la prioridad es el lucro. La reciente imposición de agua embotellada como un hábito de los consumidores, o como la única forma de tener acceso al agua potable y bebible, es un ejemplo emblemático de la invasión de la lógica capitalista sobre nuestros derechos y necesidades básicas.
La privatización del medioambiente
El medioambiente es un bien común; no es un recurso infinito para ser usado para el provecho de empresas y Estados. No obstante el sistema capitalista se basa en la explotación extrema de la naturaleza y de los recursos naturales, reduciéndolos a meras mercancías a ser compradas o vendidas – a través de la privatización y del control por la fuerza.
La tierra se privatiza cuando los campos se vuelven privados y son transformados en mercancía. Las campesinas e indígenas son expulsadas y no tienen más acceso a áreas para sembrar. Aún más, las cercas impiden el acceso a tierras de uso común, antes usadas como pasto para el ganado o a la colecta de frutos, semillas, leñas o plantas medicinales.
El agua se privatiza cuando los hacendados cercan los embalses e impiden que las mujeres tengan acceso a ellos, cuando las fuentes de agua están secas o contaminadas por la agricultura intensiva o monocultivos, o cuando se crean represas para producir una energía que poco beneficia a la población local. Los mares y manglares se privatizan cuando tomados por la pesca industrial y por el cultivo intensivo de camarones y mejillones, dejando así a pescadores artesanales y marisqueras sin su fuente de sustento, o cuando son drenados para expandir áreas industriales.
La biodiversidad se privatiza por medio de las leyes de patentes impuestas por los acuerdos de libre comercio. La capacidad reproductiva de las semillas es reducida y privatizada por medio de la tecnología transgénica.
La agricultura que sustenta este modelo de privatización y mercantilización de la naturaleza está basada en el monocultivo en grandes extensiones de tierra, en la compra de insumos (semillas, fertilizantes, venenos), y en el uso de maquinaria pesada. Ese modo de producción tiene un gran impacto en la naturaleza, resultando en la desertificación de áreas de monocultivos, como el de eucalipto, además de utilizar mucho petróleo en todas sus etapas, incluso en la producción de pesticidas, venenos, etc.
Las recientes crisis – alimentaria, energética, financiera y ambiental – demuestran el fracaso de los modelos capitalistas de producción y distribución agraria, y muestran que aquellos que las sienten con más intensidad son los más vulnerables – mujeres pobres, niños y ancianos. La mayoría de los gobiernos y de las instituciones multilaterales (Naciones Unidas, Fondo Monetario Internacional, y Banco Mundial) presentan respuestas paliativas. Estas respuestas dependen fuertemente de las soluciones de mercado: alianzas con empresas, aumento del comercio, y el fin a las barreras impositivas de importación. En otras palabras, la implementación de las mismas medidas que han causado el problema. Es urgente redefinir los padrones de producción y consumo de bienes, alimentos y energía.
Existen en el mundo una enorme cantidad de situaciones que se relacionan a cuestiones ambientales y que originan conflictos, como por ejemplo: la guerra de la basura en Nápoles, conflictos en torno a la minería de diamantes en la República Democrática del Congo, la manera criminal con que el gobierno de los Estados Unidos lidió con el huracán Katrina o la apropiación de las áreas devastadas por el tsunami por parte de empresas hoteleras. Las mismas revelan y explican la lógica de mercado impuesta a las poblaciones. Al mismo tiempo, muestran que en muchas situaciones las población pobres consiguen afirmarse como sujetos y actores políticos, como fue el caso en la lucha contra la privatización del agua en Cochabamba, en Bolivia, 2001.
Consumo de combustibles fósiles y falsas soluciones
El consumo mundial de energía es muy desigual. Los Estados Unidos utilizan el 25% del petróleo extraído en el mundo. El ejército americano, por ejemplo, gasta por sí solo tanto como Suecia. La mitad de toda la energía consumida en el mundo es devorada por el 15% de la población. La producción y el uso de coches – incentivado por la industria automotor y petrolera (controlada por cuatro corporaciones transnacionales: Exxon Mobil, Chevron, Shell y BP) – son responsables por la mayor parte de dicha mitad. En los países ricos, hay 580 vehículos para cada 1000 habitantes; en los países pobres hay diez.
Incluso la cadena de producción, distribución y comercialización de alimentos es organizada en torno a altos consumos de energía: la expulsión de las personas del campo por el agronegocio aumenta la distancia entre el alimento y su consumidor final. Mucha energía es desperdiciada, especialmente por las grandes cadenas de supermercados, primero para concentrar y mantener grandes cuantidades de alimentos y, enseguida, distribuirlos para las diversas regiones.
Los gobiernos que no quieren enfrentar el modelo de producción y consumo buscan soluciones paliativas que pueden generar más negocios. Una de ellas consiste en los necrocombustibles[1] – agrodiesel o etanol – extraídos de plantas. Su utilización creciente resultó en la ocupación de vastas superficies de tierra destinadas al monocultivo para alimentar a los coches. Varios estudios están demostrando que, si se mantienen los métodos de cultivo y procesamiento actuales, se gasta más energía fósil (petróleo) para producir el equivalente energético en necrocombustible. Los graves problemas que este sistema de producción provoca se han vuelto más agudos con los cambios del clima y el aumento del precio de los alimentos.
La emisión y concentración de los gases de efecto invernadero aumentarán de forma significativa debido a la quema de petróleo, carbón mineral y gas natural. También se incrementará la quema de bosques y la descomposición de plantas en los grandes lagos de las hidroeléctricas. Eso ocasiona una mayor retención de calor en la tierra y por consiguiente un aumento de la temperatura de la misma. Dicho aumento causa desertificación en algunas áreas y aumento de lluvias e inundaciones en otras, además del aumento del nivel del agua en los océanos, que está llevando a la inundación de ciudades costeras e islas. Toda esta situación causa la pérdida, por parte de los campesinos, de tierra fértil, así como migraciones, destrucción de infraestructuras como puentes y casas, y el aumento de muertes y del número de enfermedades (como las enfermedades tropicales y las enfermedades que se transmiten por agua). Hay quienes dicen que el cambio climático afecta a cada uno igualmente debido a su naturaleza global, pero – en realidad – los que más sufren son los más pobres, los pueblos excluidos, de hecho, aquellos que contribuyen menos al cambio climático debido a sus bajos niveles de consumo.
Soberanía alimentaria
Los efectos negativos del cambio climático en la agricultura, así como la concentración del control de la producción en manos de un pequeño número de compañías (lo que resulta en la destrucción de la agricultura familiar y de pequeña escala) y la especulación financiera, dieron como resultado el aumento drástico de los precios de los alimentos. A eso viene sumarse el aumento del precio del petróleo y la competencia entre la producción de alimentos y los necrocombustibles.
En 1996 se estimaba que había en el mundo 830 millones de personas pasando hambre. Ese mismo año, durante la Cumbre Mundial sobre alimentación de las Naciones Unidas, los gobiernos se comprometieron a disminuir esa cifra a la mitad para el año 2015. Las estimaciones actuales apuntan a que en la actualidad hay 1,2 mil millones de personas pasando hambre. Uno de los factores causantes de esta situación es el cambio en el modelo de producción de alimentos. Hasta 1960 la mayoría de los países eran autosuficientes, hoy, el 70% de los países del hemisferio sur son importadores de alimentos. Los precios de los principales cereales: trigo, maíz, arroz y soja, duplicaron su precio promedio en dólares en el mercado internacional entre las cosechas de 2006 y 2008.
La Marcha Mundial de las Mujeres ha organizado internacionalmente sus reflexiones y acciones sobre Soberanía Alimentaria en torno a Nyéléni – Foro Internacional – construido junto a la Vía Campesina, Amigos de la Tierra Internacional, entre otros. Hemos participado en Nyéléni como un movimiento feminista y contribuido a la expresión de las mujeres como un sujeto político. Para ello, trabajamos la construcción de alianzas entre mujeres de diferentes movimientos, organizaciones y sectores (campesinas, pescadoras, migrantes, etc.) y la afirmación de nuestros análisis y demandas. Para las mujeres participantes en Nyéléni, los temas más fuertes fueron el acceso de las mujeres a la tierra, agua, semillas, o sea, al territorio; y la afirmación de su contribución y sabiduría en la producción, preparo y distribución de alimentos. Como indica la Declaración de Nyéléni, la seguridad alimentaria (el derecho a alimentos suficientes y saludables, sin importar la forma en que son producidos) es un concepto muy diferente de la soberanía alimentaria, tal como es definido por productores y productoras, consumidores y consumidoras de los alimentos: “La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a una alimentación saludable y culturalmente apropiada, producida ecológicamente y con métodos sustentables, y su derecho a definir sus propios sistemas alimentarios y agrícolas. Las aspiraciones y necesidades de aquellos que producen, distribuyen y consumen los alimentos están en el centro de los sistemas y políticas alimentarias más que las demandas de los mercados y de las corporaciones (Declaración de Nyéléni, Febrero 2007).
Mujeres y feminismo en la lucha contra la mercantilización del medioambiente y la privatización de los servicios públicos
Conflictos relativos a temas medioambientales o a la lucha por el acceso a servicios públicos de buena calidad, movilizan a las mujeres por la posición, socialmente construida, que tenemos en la sociedad. Somos las principales responsables por la alimentación y educación de nuestras familias, por la provisión del agua, por el cuidado de los enfermos, por la recolección de leña o por garantizar que haya energía en la casa. El tiempo de las mujeres es considerado – por los sistemas capitalista y patriarcal – como ilimitado e inagotable. Los servicios estatales son privatizados y aquellos que no tienen acceso al mercado por limitaciones económicas dependen de servicios públicos de muy mala calidad, lo que incrementa exponencialmente la carga horaria de las mujeres – tiempo pasado en filas para recoger alimentos o agua, tiempo dedicado a la educación de los hijos cuando estos reciben una muy mala enseñaza en las escuelas, tiempo esperando por atención médica para los niños y ancianos, etc. Queremos compartir este trabajo con los hombres y al mismo tiempo cambiar las condiciones en las que se lleva a cabo.
Hay en el feminismo una vertiente radicalmente crítica al modelo de desarrollo hegemónico. Proponen sustituir el paradigma dominante del desarrollo (caracterizado por la integración al sistema capitalista y a la sociedad de mercado) por el paradigma de la sustentabilidad de la vida humana “entendida como relación dinámica y armónica entre humanidad y naturaleza y entre humanas y humanos”.
En la Marcha Mundial de las Mujeres está presente esta vertiente crítica que se expresa en un cuestionamiento de la mercantilización de la relación entre las personas, de las personas con su cuerpo, y de ellas con la naturaleza. Nosostras no solamente denunciamos el tráfico, el turismo sexual y la imposición de un patrón de belleza comprado en cirugías plásticas, facetas más evidentes del cuerpo de las mujeres en venta, como cuestionamos también la medicalización excesiva de procesos naturales como la menstruación o la menopausia, que también son expresiones de la mercantilización de la naturaleza. Nuestra reflexión sobre la relación con la naturaleza se expresa en nuestra crítica a la privatización de las semillas – a través de leyes restrictivas o la tecnología transgénica – y al mercado de carbono, que convierte la contaminación del aire en un factor de producción negociado en el mercado financiero.
Nuestro desafío es unir las luchas por bienes comunes y servicios públicos de las mujeres del campo y de la ciudad – soberanía alimentaria, acceso a los servicios públicos, protección de la naturaleza, contra la privatización de la vida, etc – con el objetivo de fortalecer los lazos entre mujeres y concienciar sobre los problemas comunes y particulares en cada ámbito.
Frente a la lucha por bienes comunes y acceso a los servicios públicos, demandamos:
- La promoción de las fuentes alternativas de energía limpia (biomasa, solar, eólica…) y el rechazo a la energía nuclear, así como la democratización, descentralización y gestión pública de la energía de manera a garantizar el derecho de los pueblos, incluso el de los originarios;
- El acceso universal al agua potable y al saneamiento básico, así como a los servicios públicos de calidad (salud, educación, transporte público, etc), asegurados por el Estado como garante de los derechos y necesidades básicas;
- La reforma agraria y la promoción de la agroecología (agricultura orgánica, etc), en oposición a la privatización del medioambiente, y la abolición de todas las barreras que impiden a las sociedades campesinas de conservar semillas e intercambiarlas entre ellas mismas, países y continentes;
- La punición de los países industrializados y las compañías transnacionales responsables por la contaminación y destrucción de nuestro medioambiente y por la alteración de la cadena alimenticia, así como la adopción de medidas inmediatas para poner fin a esta situación;
- Reparaciones por la deuda ecológica que tienen los países industrializados, la mayoría dos cuales están en el Norte, frente a los pueblos del Sur. Esa deuda resulta de la apropiación gradual y saqueo de los recursos naturales y de la apropiación abusiva de espacios comunes como la atmósfera o los océanos, que generan un sinfín de daños socioambientales locales;
- El apoyo a aquellos países donde las consecuencias del cambio climático y de una agricultura intensiva y con químicos han incrementado los efectos de los desastres naturales.
Y nos comprometimos a:
- Afirmar los principios y fortalecer la lucha por soberanía alimentaria;
- Profundizar nuestra reflexión sobre el acceso y consumo de energía;
- Crear y fortalecer vínculos entre mujeres urbanas y rurales con experiencias en compra directa, mercados y preparación y distribución colectiva de alimentos. Intercambiar conocimientos y garantizar que el punto de vista urbano no prime en los análisis y en la práctica. Luchar por un cambio en los hábitos alimentarios, pasar de comestibles importados de baja calidad a comestibles saludables producidos localmente. Denunciar la hegemonía del agronegocio y de las grandes cadenas de supermercados en la distribución de los alimentos.
- Identificar y denunciar en nuestros países a las transnacionales que causan daño y pérdida de soberanía alimentaria y energética;
- Denunciar las soluciones de mercado para el cambio climático, como los mecanismos de desarrollo limpio, implementación conjunta y esquemas de comercio de emisiones (los tres pilares principales del protocolo de Kyoto);
- Considerar los pueblos del Norte como endeudados por su consumo y estilo de vida y luchar por cambios en los padrones de producción y consumo sea de bienes, alimentos o energía. Sensibilizar sobre la necesidad de reducir la demanda del Norte por recursos del Sur.
[1] El término usado por gobiernos y empresas es “biocombustibles”, haciendo un vínculo con entre el combustible y las plantas para la vida (bio = vida en latín), mientras que aquellos que consideran que este combustible es una falsa solución para el cambio climático lo llaman de “necrocombustible”, ligado a la producción de plantas para la muerte (necro = muerte en latín).